“Si la confianza en las instituciones desaparece, nuestra civilización se vendrá abajo.” Yuval Noah Harari
A mediados de los años setenta, al tiempo que nuestra sociedad vivía en el paroxismo de la violencia política, se agotó el patrón productivo que nos distinguió por décadas -la industrialización sustitutiva de importaciones-, esquema que no fue reemplazado por otro mejor y más sostenible, tanto en términos económicos como sociales.
El deterioro se ilustra en un reciente estudio del Real Instituto Elcano, publicado en ocasión del inicio de la presidencia española de la Unión Europea, que registra el pobre desempeño de la economía argentina en el periodo 2000-2023. Sus principales datos son:
- 10 años de crecimiento negativo
- 16 años de inflación anual superior al 10%
- 2 años de déficit fiscal superior al 3% del PBI
- 9 años de déficit fiscal superior al 5% del PBI
- 13 años de la ratio deuda pública-PBI, mayor al 50%
- 2 años de la ratio intereses de la deuda pública-ingresos públicos superior al 15%
Con estos datos, Argentina se convierte, junto con Venezuela, en la triste excepción de América Latina, una región que puede mostrar éxitos en evitar desbordes inflacionarios, merced a la combinación de una comprobada prudencia fiscal y flexibilidad cambiaria, lo que reduce los riesgos de crisis en la balanza de pagos de los países. Estas condiciones no garantizan el desarrollo económico, pero sí son una condición necesaria para el progreso social.
La extraviada política exterior del kirchnerismo ha afectado negativamente la credibilidad de la Argentina como socio confiable, algo imprescindible en el particular contexto de reconfiguración del poder global.
Con relación al funcionamiento de las instituciones, otra condición necesaria del crecimiento económico, la Argentina tampoco es un ejemplo a imitar. El principio fundacional de la efectiva división e independencia de los poderes está afectado por el empecinamiento oficial por controlar la Justicia.
Esa voluntad de disciplinar la justicia pretende instrumentar una definición política ofrecida por destacados líderes del oficialismo por la cual los principios de la revolución francesa de 1789 son ejemplo de un anacronismo que, a esta altura de la historia, debe ser superado.
La afectación de la calidad institucional ciertamente impacta sobre los derechos de los ciudadanos y, también, sobre la previsibilidad de las normas, condición necesaria para la inversión productiva del sector privado.
Del mismo modo, la extraviada política exterior oficial, al tiempo que enajena las credenciales democráticas y de promoción de los derechos humanos que distinguen a la Argentina desde 1983, afecta negativamente la credibilidad y la percepción de socio confiable, algo imprescindible en el particular contexto de reconfiguración del poder global.
Con este telón de fondo, los argentinos vamos a elegir presidente por décima vez desde 1983.
El actual gobierno finaliza su administración en diciembre, sin que ninguno de los integrantes del “ticket presidencial” intente, siquiera, renovar su mandato. Esta situación es prácticamente inédita en la historia de los cuatro países de América Latina que, además del nuestro, admiten la reelección inmediata: Brasil, Ecuador y República Dominicana.
El gobierno de Alberto Fernández y Cristina Fernández de Kirchner -el del populismo movimientista en la acción política y el facilismo cortoplacista en la política económica-, será recordado por: