Ese era el título de un libro que recogía un diálogo entre el director-fundador del diario El País de Madrid, Juan Luis Cebrián, y el Presidente del Gobierno de España por 14 años, Felipe González, publicado en el inicio del siglo.
Más aún, ese título define muy bien la realidad de hoy, cuando la pandemia y la guerra han impactado en la evolución de dos dimensiones clave que distinguen los asuntos globales de las últimas décadas: la democratización de los sistemas políticos – al concluir la Segunda Guerra apenas una docena de países contaban con gobiernos elegidos mientras que a finales de la década pasada la mitad de la población mundial vivía en países con gobiernos surgidos de la voluntad ciudadana- y la globalización económica -en los años cincuenta del siglo pasado el comercio global era menos de 20% del PBI mundial y el año pasado representó más de la mitad de la producción generada en el mundo- que permitió reducir la pobreza, aunque no la desigualdad, de la mitad a menos de 10% de la población global en las últimas cinco décadas.
Declarada la pandemia, todos los gobiernos reaccionaron prontamente ante la emergencia sanitaria, pero, en muchos casos, lo hicieron con severos costos en términos de calidad institucional y libertades individuales.
Además de su dimensión sanitaria -con más de 560 millones de casos verificados, un número superior a los 6 millones de fallecidos registrados y las incontables personas afectadas psicológicamente-, con el derrumbe de la actividad económica originada en la cuarentena – y su repercusión negativa sobre el empleo, la pobreza extrema que el Banco Mundial estima se incrementa este año en 100 millones de personas y la desigualdad- se alimentaron los miedos individuales y las incertidumbres sociales.
Estos temores dieron impulso a una mayor insatisfacción social que la evidenciada por las secuelas de la crisis financiera del 2008 y, junto a una creciente desafección política, han minado la confianza ciudadana en las instituciones.