Todavía hoy pueden verse en las paredes del Palacio de la Moneda los agujeros de las balas que terminaron simultáneamente con la vida del presidente Salvador Allende y con el faro democrático de los ’70 en América Latina: la democracia chilena. A propósito de que se cumplieron 50 años del golpe de Pinochet, escribí en Clarín sobre lo que significó ese hito violento para América Latina y sobre cómo operó Raúl Alfonsin para recuperar la democracia en Chile y en toda la región. Transcribo a continuación la nota.
Gabriel García Márquez dio en el clavo cuando expresó que “El drama ocurrió en Chile, para mal de los chilenos, pero ha de pasar a la historia como algo que nos sucedió sin remedio a todos los hombres de este tiempo, que se quedó en nuestras vidas para siempre.”
Es que Chile había logrado hacer del respeto a la Constitución y las leyes un hábito saludable, algo que lo distinguió durante varias décadas de la mayoría de los países de América Latina, incluyendo a la Argentina.
Medio siglo atrás en nuestro continente se desplegaba la lucha de poder Este-Oeste. A Estados Unidos le molestaba el caso chileno. Quería evitar a toda costa que gobiernos de izquierda pudieran gestar una experiencia exitosa de transición pacífica al socialismo con potenciales efectos demostrativos para el resto del hemisferio e, incluso, para Francia e Italia- países que juntó con Chile contaban con los más poderosos e influyentes partidos comunistas de Occidente. Así, bajo el gobierno de Richard Nixon, a Estados Unidos le cerraba la idea de que un gobierno juzgado como peligroso, desde su visión de seguridad hemisférica, fuera sustituido por otro declaradamente anticomunista.
Entonces, con la complicidad de Estados Unidos, Pinochet llegó para quedarse. La violencia que caracterizó su desembarco se perpetuó en 17 largos años de dictadura sangrienta.
La llegada de Raúl Alfonsín a La Rosada, en 1983, significó un giro brusco en la relación con La Moneda, aún tomada por Pinochet. Una década después de la destitución y muerte violenta de Salvador Allende, la llama de la democracia se volvió a encender en la región, esta vez en Argentina.
El gobierno de Alfonsín tenía una clara visión estratégica: la consolidación democrática de su país requería, necesariamente, de una democratización generalizada en el Cono Sur. No era fácil. La Argentina estaba flanqueada por gobiernos dictatoriales. Además de Pinochet en Chile, estaban Álvarez en Uruguay, Figueiredo en Brasil y Stroessner en Paraguay.
La dificultad se agravaba porque los países del Cono Sur llevaban años colaborando en acciones represivas ilegales. Abanderadas de la doctrina de la seguridad nacional las fuerzas armadas trabajaban juntas en la persecución, captura y asesinato de personas acusadas de “subversivas”. Esa iniciativa tuvo su partida de nacimiento a fines de 1975 cuando la DINA – agencia de inteligencia chilena- invitó a todos los países del Cono Sur a la Primera Reunión de Trabajo de Inteligencia Nacional con el propósito de coordinar acciones en la represión ilegal.
Como resultado de esa reunión, la Operación Cóndor vino a formalizar acciones de terrorismo de Estado a escala internacional que, en el caso de Argentina y Chile, ya tenían un antecedente en la llamada Operación Colombo, cuyo fin fue el asesinato y el ocultamiento en territorio argentino de cien opositores chilenos, en el invierno de 1975.
Frente a semejante desprecio de elementales principios humanitarios, Alfonsín concibió la política exterior como vehículo decisivo para consolidar la democracia, neutralizar detractores y diseminar sus valores en función de lograr un cambio genuino y duradero.
En esta línea, y en el caso particular de Chile, el gobierno de Alfonsín se trazó dos objetivos: desactivar las hipótesis de conflicto entre los dos países y desarrollar una política exterior que contribuyera a promover los principios democráticos en Chile.
El primer objetivo se logró al año de la asunción de Alfonsín, con el Tratado de Paz y Amistad con Chile, una solución definitiva al conflicto por el Canal Beagle, que casi nos lleva a la guerra con el país vecino cuatro años antes. Desactivar ese foco de tensión fue clave para encauzar toda la energía -así como los recursos y el presupuesto- en el proyecto democratizador. Además, gracias al mecanismo de consulta popular implementado, se fortalecieron las instituciones y se dotó de reputación y credibilidad internacional al inmaduro sistema democrático.
Con respecto al segundo objetivo, era necesario animar a las principales fuerzas de la oposición –entre ellas, el Partido Demócrata Cristiano, el Partido Socialista y el Partido Radical– a fortalecer el diálogo y comprometerse a presentar un frente unificado contra Pinochet.
La consecución del primer objetivo coadyuvó a concretar el segundo, ya que -en el marco de la firma del tratado de paz- se ahondaron las conversaciones con la oposición democrática chilena que Alfonsín había iniciado cuando aún Argentina estaba en dictadura. Una vez verificado su triunfo en los comicios, Alfonsín mandó una señal decisiva: invitó a su ceremonia de asunción a una nutrida delegación de la Alianza Democrática encabezada por Ricardo Lagos, y la ubicó estratégicamente detrás de los jefes de Estados y Gobierno presentes en el Salón Blanco de la Casa Rosada. Diez filas más atrás, relegado, se ubicaba un único representante oficial del régimen de Pinochet.
Pero, tal vez, la contribución más relevante que realizó Alfonsín para allanar el camino hacia la recuperación de la democracia en Chile, ocurrió en una isla más de 6000 kilómetros al norte.
Se ha hablado hasta acá del papel de los Estados Unidos en el apoyo a Pinochet y a la Operación Cóndor, pero en América Latina también estaba presente el otro polo de la Guerra Fría, la Unión Soviética, principalmente a través de Fidel Castro. La influencia de Cuba en América Latina estaba caracterizada por el extendido aliento y promoción de grupos armados insurreccionales. En Chile, brindaba apoyo logístico al Frente Patriótico Manuel Rodríguez, organización armada vinculada al Partido Comunista.
Alfonsín estaba convencido de que “si una lucha armada se instalaba en un país del Cono Sur, se podían llegar a perder los esfuerzos por dejar atrás las dictaduras militares”. Sostenía que “debía procurarse evitar la reinstalación de la violencia en cualquier territorio limítrofe porque se podrían retroalimentar los sectores antidemocráticos de la Argentina y eventualmente que se instalaran redes de asistencia y ayuda a los insurgentes lo que cohesionaba a las represiones potenciales”.
Con estas convicciones, Alfonsín decidió viajar a La Habana. Fue algo notable para la época ya que ningún mandatario argentino había visitado antes la isla.
El viaje fue un éxito. Fidel se encargó de construir una épica de la hermandad: movilizó al pueblo cubano y se paseó por las calles de La Habana, junto a Alfonsín, en un auto descapotable, ambos saludando a las masas que agitaban banderas argentinas en señal de bienvenida. El gesto, los argumentos y las capacidades persuasivas de Alfonsín tuvieron el efecto deseado y Castro suspendió el apoyo al Frente Patriótico Manuel Rodríguez.
Años después, el propio Alfonsín escribió en Clarín que “Fidel había cumplido su palabra y creo que contribuyó a terminar con la Guerra Fría en América Latina”.
Alfonsín era consciente de que la democratización de los países de la región era una condición sine qua non, no solo para abordar los problemas comunes vinculados al desarrollo económico y social que afectaba a todo el subcontinente sino, también, para asegurar la democracia en nuestro propio territorio.
Y, tal como ha sido recogido del testimonio de líderes americanos en ocasión de los funerales del expresidente argentino, la democrática diplomacia presidencial jugó un papel más que significativo en el aliento y el estímulo de las fuerzas democratizadoras.
Una respuesta a «Pinochet nos sucedió a todos»
Muy, muy bueno Jesús!! Hay que mantener siempre la memoria de todas esas grandes cosas que hizo RA. Gracias!