Por Roberto Gargarella
Publicado originalmente en el diario La Nación
Pertenezco a la generación del Nunca Más. Eso puede significar cosas distintas; destacaría dos: un compromiso irrevocable con el respeto a los derechos humanos y una adhesión irrenunciable al sistema democrático. Ésa fue, según entiendo, la (doble) lección que aprendimos en la transición democrática, mirando hacia atrás. La vivencia del horror llevó a que trazáramos un antes y un después diciendo: Nunca Más vivir en dictadura, Nunca Más violaciones masivas de derechos humanos. La idea de democracia allí en juego implica, como mínimo, elecciones libres, derecho a participar, derecho a manifestarnos, a pensar distinto, a protestar, a vivir conforme a los dictados de nuestra conciencia. La idea de derechos humanos, mientras tanto, nos refiere, ante todo, y a la luz de lo acontecido, a que no haya más tortura, a que no haya más disparos contra el que piensa distinto, Nunca Más persecución de las ideas “enemigas”.
El acuerdo en torno al Nunca Más se mostró firme cada vez que se lo puso a prueba, al menos hasta tiempos recientes. La fortaleza de dicho consenso pudo advertirse, de modo especial, con las muertes de Kosteki y Santillán; o, poco después, con el asesinato de Mariano Ferreyra. El hecho de que tales trágicos sucesos se convirtieran en marca lúgubre del nuevo siglo representó algo importante para la cultura democrática contemporánea: sin distinciones partidarias, todos repudiamos aquellas muertes que venían a romper inexcusablemente los límites que nos habíamos comprometido a respetar. Se habían atravesado fronteras que no debían atravesarse nunca. No fue el cálculo político lo que prevaleció entonces, sino el rechazo unánime. Con la voz en alto, impugnamos lo ocurrido reclamando otra vez: Nunca Más.
A los pocos años, sin embargo, ese pacto tembló. El contrato que nos mantenía juntos se mostró entonces ambiguo, borroso. La ilusión según la cual estábamos unidos en la base, más allá de las muchas diferencias políticas que podían separarnos, se confirmó como eso: un ensueño, un espectro que seguía firme por inercia. No se trataba sólo de que habíamos crecido; o de que las nuevas generaciones sostenían otro tipo de valores; o de que en la estabilidad democrática habíamos comenzado a privilegiar otros ideales. Tal vez hubo, entre los viejos creyentes del pacto, alguna ruptura. O quizás fue, más simplemente, la paulatina erosión del tiempo la que operó, hasta que quedara en claro que los compromisos asumidos no habían, en verdad, calado tan hondo.
Fue en los últimos años, sobre todo, cuando el quiebre se hizo más visible. Lo advertimos cuando subió la temperatura política, al calor de un agravamiento del conflicto social (simbolizado con la “crisis del campo”) y de la agudización de las divisiones ideológicas reinantes. La defensa del lado propio -los propios intereses, las propias posiciones políticas- volvió a ponerse por encima de todo, para justificar aun el desplazamiento de lo indesplazable: la integridad física, la misma vida. Un hecho que apareció entonces como bisagra fue la masacre de Once. Allí se tornó obvio lo que para entonces ya resultaba evidente. Más de 50 muertos como producto de una corrupción desbordada, denunciada hasta el cansancio. Nada de eso bastó. Fueron muchos los que quisieron negar lo ocurrido. En ocasiones, para culpar al maquinista a cargo: se pretendió que la falla era individual, humana y obrera; y no estructural y de los funcionarios del gobierno. En otros casos, el propósito consistió directamente en cargar contra las víctimas, siguiendo la que fue la primera reacción del gobierno de entonces (“es que iban todos juntos, apelotonados en el primer vagón, buscando bajar primeros”). El acuerdo según el cual la muerte era la frontera infranqueable se mostraba rajado. Como a mediados de los 70, como durante la dictadura, se decidió relativizar el valor de los derechos humanos: era necesario “salvar” a un gobierno, negando las muertes.
Nisman fue la reiteración del mismo mecanismo, más allá de lo que uno piense acerca de la fragilidad de su informe o las causas últimas de su muerte. Producido su deceso, en lugar de unirnos en un frente común, reclamando por el esclarecimiento de lo ocurrido, comenzó a señalarse la culpabilidad del muerto. Ello se plasmó, del modo más cruel, con la distribución de miles de afiches denunciando la supuesta inmoralidad del fallecido. Otra vez la reprensible afrenta: una de las muertes políticas más importantes de la historia argentina debía ser sacada con urgencia de la escena. Otra vez el mismo esquema: la muerte no era tan importante o el muerto se lo tenía merecido. “¡Mírenlo rodeado de «conejitas»!” “¡Miren cómo ha dilapidado el dinero que tenía asignado!” Se trataba de los usos propios de los tiempos de la dictadura: trivializar la muerte del otro, si se trata de la muerte del enemigo; quitarle sentido a la vida, si otorgárselo sirve a los intereses de quien no está conmigo.
Lo mismo ocurrió con Milani. Fue ascendido a jefe del Ejército aunque pesaban en su contra las mismas razones que habían llevado a tantos militares de su clase a una condena de por vida: o se había ido demasiado rápido en aquellos casos o se pretendía ir demasiado despacio en éste. Otra vez se trató de no mirar, de no saber, de especular con la vida. Las muertes y las desapariciones que constituían el trasfondo común del acuerdo democrático de los 80 eran ahora puestas en duda. El oportunismo político, las necesidades de la coyuntura (proteger al gobierno de turno) se pusieron entonces por encima de los deberes de la resistencia moral, política y jurídica contra Milani, que exigían justicia y condena, en lugar de premiarlo designándolo al frente del Ejército.
El último caso que quiero mencionar refiere a la sucesión de crímenes políticos producidos en Venezuela. En los últimos meses, a raíz de la crisis radical del gobierno de Maduro, el gobierno venezolano se militarizó -sabemos bien lo que implica eso- y así llegaron la persecución de opositores; la tortura en las cárceles; el rechazo al pedido de revocatoria al gobierno; la supresión de elecciones; la criminalización de la protesta; el tratamiento de los opositores como terroristas. Los jóvenes muertos pasaron a ser, en este contexto, “agentes camuflados del Imperio.” Otra vez: la necesidad política venía a justificar la aniquilación del otro; la negación de los opositores como ciudadanos iguales; el uso del aparato estatal para arrasar los derechos del “enemigo”.
Retomando el hilo de lo dicho: por las muertes de Kosteki y Santillán cayó un gobierno; por Mariano Ferreyra marchamos todos unidos, sin distinción de partidos; más recientemente, frente al fallo “Muiña,” el repudio fue sin fisuras. Sin embargo, Once, Nisman, Milani, los asesinatos sin final en Venezuela dejaron en claro la dimensión de la pérdida: el Nunca Más terminó. Las resistencias que muchos pensamos firmes, inquebrantables, frente a la dictadura, ya no se advierten: los anticuerpos ya no están más. Como en la dictadura, y como antes de la dictadura, aparece el cálculo frente a la muerte política: antes de condenar cada muerte, debe averiguarse primero quién se beneficia con esa condena. La muerte y la tortura ya no son límite: depende de dónde vengan. El contrato del Nunca Más ya no rige en la política argentina.
http://www.lanacion.com.ar/2040424-el-contrato-del-nunca-mas-ya-no-rige-nuestra-vida-politica