El golpe del 11 de setiembre de 1973 entronizó en Chile y por diecisiete años al general Augusto Pinochet. Durante ese tiempo, en la Argentina se sucedieron nueve presidentes: Raúl Lastiri; Juan Perón e Isabel Martínez, hasta el golpe de Estado del 24 de marzo de 1976; luego los generales del Proceso y, más tarde, Raúl Alfonsín y Carlos Menem.
El gobierno justicialista de entonces, dentro de los cambios políticos sucedidos en los países de la región y en el contexto de violencia política que sacudió la Argentina, adoptó una actitud cooperativa y cómplice con los regímenes autoritarios vecinos de Uruguay y Chile.
En el caso de Chile esta complicidad se montó sobre la ambigua posición política de nuestro país frente al golpe, aún en vida de Perón. Por un lado se decretaron tres días de duelo por el asesinato de Allende y a menos de una semana del golpe, y antes que lo hiciera el principal promotor del mismo —el gobierno norteamericano—, se reconoció al régimen de Pinochet.
El trato a los exiliados también fijó la posición de ese gobierno. De acuerdo con las denuncias de legisladores de la UCR, de las cuatrocientas personas refugiadas en la embajada argentina en Santiago, cerca de trescientas, poseedoras del salvoconducto otorgado por la Junta Militar de Chile, no podían salir del país por la falta de autorización del gobierno argentino.
Un calvario similar vivieron unos cien exiliados chilenos alojados en el Hotel Internacional de Ezeiza, quienes pese a contar con un fallo favorable de la justicia argentina, fueron impelidos por las autoridades políticas a abandonar el país en un plazo de 24 horas.
Las relaciones políticas entre el gobierno justicialista y la dictadura chilena incluyeron el encuentro, en mayo de 1974, entre Perón y Pinochet en la Base Aérea de Morón; la condecoración al dictador con la Gran Cruz de la Orden de Mayo al Mérito Militar, otorgada por una delegación argentina encabezada por el ministro de Defensa, Adolfo M. Savino; y la visita del propio Pinochet, en abril de 1975, en la que públicamente propició la cooperación bilateral entre las FF.AA. para la represión de la guerrilla.
Esas coincidencias políticas incluyeron la ayuda de la aislada dictadura chilena. En la ONU, Argentina emitió uno de los pocos votos que rechazaron proyectos de condena a la violación de los derechos humanos en Chile que, sin embargo, obtuvieron la mayoría requerida en las Asambleas Generales de 1974 y 1975.
Ya en tiempos de la dictadura argentina, la diplomacia militar se distinguió, según Roberto Russell, por su “intervencionismo occidentalista”. En esa categoría se inscribe la intervención en el golpe militar en Bolivia, el asesoramiento militar en contrainsurgencia a los gobiernos de Honduras, El Salvador y Guatemala, y el entrenamiento a fuerzas irregulares nicaragüenses en lucha contra el gobierno del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN). Todo esto se realizó bajo el conocimiento y aliento de la administración republicana de Ronald Reagan y continuó hasta fines de 1983.
La acción represiva ilegal del Proceso tuvo, también, escala regional, a través de la conocida Operación Cóndor, que dispuso la persecución, asesinato y captura de personas percibidas como “subversivas” por las FF.AA.. Pero esta iniciativa tuvo su partida de nacimiento entre el 25 de noviembre y el 1º de diciembre de 1975 cuando la DINA invitó a todos los países del Cono Sur a la Primera Reunión de Trabajo de Inteligencia Nacional con el propósito de coordinar acciones en la represión ilegal.
En esta reunión nació el Sistema Cóndor que formalizaba acciones de terrorismo de Estado a escala internacional que, en el caso de Argentina y Chile, tuvo como antecedente la llamada Operación Colombo, cuyo fin fue el asesinato y el ocultamiento de la muerte de cien opositores chilenos, en el invierno de 1975. Así, se sustituyeron las identidades de más de cien cadáveres con cuerpos de desaparecidos argentinos a quienes se les atribuía la identidad de opositores chilenos, supuestamente asesinados por sus propios compañeros en suelo argentino. Esta maniobra se publicitó a través de la ignota revista argentina Lea —financiada por José López Rega—, que fue utilizada como fuente por importantes diarios chilenos.
El largo brazo de la represión chilena llegó incluso hasta Washington, cuando el 26 de setiembre de 1976 fueron asesinados el ex embajador de Chile en ese país, Orlando Letelier, y su asistente, en lo que se considera el único acto terrorista extranjero en suelo norteamericano previo a los atentados del 11-S (2001).
La transición chilena no fue el resultado del derrocamiento del régimen, ni consecuencia de una negociación impuesta por la oposición, sino que se concretó en el contexto del dispositivo institucional que el propio régimen había fijado.
Fue el final de un camino recorrido por la oposición —denominado “aprendizaje” por el sociólogo chileno Manuel Garretón—, caracterizado por la protesta pasiva, las movilizaciones populares y la construcción de una alternativa que, mientras repudiaba la violencia como método de acción política, le daba a la oposición al régimen un sentido que evitaba el salto al vacío.
Este “aprendizaje” incluyó la lectura de la experiencia argentina y concluyó con la derrota en el plebiscito de 1988 del dictador Pinochet y el triunfo de Aylwin, un año más tarde.
Carlos Menem, que en 1993 condecoraría nuevamente a Pinochet en su carácter de Jefe del Ejército chileno, envió sendos mensajes de apoyo, tanto a Pinochet como a la oposición, en ese plebiscito clave de 1988. Al asumir Aylwin en un acto masivo en el Estadio Nacional de Chile —centro de detención emblemático de Pinochet— el entonces ex presidente Raúl Alfonsín fue ovacionado, en claro reconocimiento al apoyo que durante todo su mandato brindó a las fuerzas democráticas de ese país. Menem no asistió.