Hace 35 años América Latina comenzó a respirar nuevos aires democráticos.
El 30 de octubre de 1983, con el triunfo electoral de Raúl Alfonsín, se terminó la dictadura en Argentina. En ese momento, nuestro país era un islote en un continente de autoritarismos. Alfonsín marcó el camino para que, en los años subsiguientes, Uruguay, Brasil, Paraguay y Chile también adoptaran formas de gobierno democráticas.
Los ejemplos -tanto históricos como contemporáneos- deberían servirnos para todo lo contrario: aferrarnos a la política en momentos de crisis o tensión.
El centro de estudios oficial del radicalismo, la Fundación Alem, es un espacio desde el cual se está realizando un aporte crucial a las discusiones sobre políticas públicas en la Argentina.
Recomiendo un recorrido y la suscripción al canal, cuyo contenido conforma una verdadera plataforma desde la cual orientar el futuro.
Es que la Argentina -luego del largo experimento político populista, facilista y extravagante que terminó en 2015- necesita nuevos enfoques, ideas sostenibles y una perspectiva amplia de las necesidades de la sociedad.
A propósito de algunas dificultades locales pero sobre todo a causa de las crisis políticas en México, Brasil, Italia y España, me preguntó un periodista si la política estaba haciendo agua para resolver los problemas de la sociedad.
La capacidad o incapacidad para brindar soluciones está en cómo se conduce la tensión entre dos procesos que han distinguido los asuntos globales en las últimas décadas: globalización y democratización; si bien hay más estados democráticos que nunca antes en la historia, su imperio para determinar conductas se ve acotado por el funcionamiento del capitalismo a escala global.
Seminario internacional de igualdad de género en la sede de la Auditoría General de la Nación, 30 y 31 de mayo de 2018
Cuando una sociedad afectada por la insatisfacción se cierra en sí misma, puede amanecer con respuestas populistas. En el caso de Europa, las expresiones suelen venir acompañadas de xenofobia y nacionalismo, lo cual exacerba el aislamiento.
El camino alternativo es el de construir instancias globales supra-estatales capaces de gobernar esa globalización.
Por eso creo en la utilidad, necesidad y eficacia de las herramientas globales institucionales, tales como el G20 y los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS), temas sobre los cuales me he expresado en entradas anteriores (Usemos al G20, Datos matan espejitos, El triple desafío del desarrollo).
La semana pasada se realizó en la sede central de la AGN una seminario internacional muy interesante sobre igualdad de género con foco en el ODS 5: lograr la igualdad de géneros y empoderar a todas las mujeres y niñas.
El Presupuesto tratado en el Congreso aprobó cincuenta y dos proyectos de asociación público-privada por un total de $2,18 billones con ejecución más allá del 2018. Si bien es cierto que la modalidad promete amalgamar las ventajas de los sectores público y privado, la experiencia internacional muestra que sistemas parecidos no siempre han generado los resultados buscados. El Gobierno debe maximizar aquí su vocación de acción gradual y encauzar inteligentemente este novedoso instrumento de nuestra legislación hacia el desarrollo de servicios de infraestructura de calidad, tan postergados en la Argentina.
La sanción de la ley de presupuesto 2018 puso en marcha el proceso de inversión en obras de infraestructura mediante el mecanismo de Participación Público Privada (PPP).
Este mecanismo, con antecedentes locales en el Decreto 1299 del año 2000 y el Decreto 967 del 2005, es una alternativa a los sistemas clásicos de contratación de obra pública; se propone armonizar y sumar las ventajas de los sectores público y privado en materia de financiamiento, acceso a los mercados de capitales, gestión, eficiencia constructiva y capacidad de endeudamiento.