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La pobreza está profundamente vinculada a la debilidad institucional

El pasado lunes 30 de septiembre conversé con Carlos Pagni en su programa Odisea Argentina sobre los desafíos que enfrenta Argentina.

Hablé del estancamiento económico que hemos vivido desde 2011 hasta 2023, con una caída del 12% en el ingreso por habitante, lo cual ha impactado directamente en el aumento de la pobreza.

Los números recientemente publicados en el informe de la Encuesta Permanentes de Hogares (EPH) del Indec son estremecedores:

  • La pobreza creció hasta 52,9% en el primer semestre del año, alcanzando a 24,9 millones de personas en Argentina.
  • Más de dos tercios de los menores de 18 años son pobres en nuestro país.
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Una necesidad imperiosa

Introducción

Las referencias que nos ofrece el mundo en esta segunda década del siglo XXI, señalan un nítido contraste con la ilusión de un futuro de paz y progreso global que se presumía cierto, al final de la guerra fría, al abrigo de la ola democratizadora y el auge de la globalización económica.

En efecto, las consecuencias negativas de los déficits de la gobernanza global y los retrocesos en la calidad de las instituciones, se potenciaron con la Pandemia  , reforzando un estado de “recesión democrática” a escala global.

En ese marco, los países de América Latina siguen lidiando, además, con los asuntos problemáticos que distinguieron su historia en el siglo pasado: el autoritarismo, la desigualdad y la violencia.

En relación a sus instituciones, desde la notoria vigorización de la corriente democratizadora iniciada con el Presidente Alfonsín en 1983, no sólo se registra la ominosa existencia de “autocracias electivas” en varios países de la región, sino que, además desde 1985, fueron 20 los presidentes que no concluyeron sus mandatos y, de ellos, solo unos pocos cesaron su gestión a través de juicios políticos sustanciados en los congresos.

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La historia en primera persona. Jesús Rodríguez: un gobierno desahuciado y el sacrificio de un ministro con todo para perder.

Reportaje de Astrid Pikielny, para el Diario La Nación, publicado el 1 de agosto de 2022.

 

A pedido de Raúl Alfonsín, asumió en Economía con una inflación desatada, saqueos y una fuerte debilidad política; del entusiasmo por la nueva democracia a la desazón de la entrega anticipada del poder.

-Hola Jesús, ¿cómo estás? ¿Cómo está la familia? Necesito que me hagas un favor.
-Sí, cómo no, Raúl.
-Necesito convencer a un amigo. Porque tengo que pedirle algo que no le va a gustar.
-Sí, dígame.
-Hay que convencerlo de que sea ministro de Economía.
-¿Y quién es?
-Jesús Rodríguez.
-¡Usted está loco!

Más de 30 años no pudieron borrar el diálogo telefónico en el que Raúl Alfonsín le pidió a Jesús Rodríguez que asumiera como ministro de Economía. Fue el 25 de mayo de 1989. Con el radicalismo derrotado en la elección del 14 de mayo, la economía desenfrenada y los saqueos en escalada, la inflación se duplicaba todos los meses: en abril había sido de 33%; en mayo había llegado a 79%.

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El futuro no es lo que era

Ese era el título de un libro que recogía un diálogo entre el director-fundador del diario El País de Madrid, Juan Luis Cebrián, y el Presidente del Gobierno de España por 14 años, Felipe González, publicado en el inicio del siglo.

Más aún, ese título define muy bien la realidad de hoy, cuando la pandemia y la guerra han impactado en la evolución de dos dimensiones clave que distinguen los asuntos globales de las últimas décadas: la democratización de los sistemas políticos – al concluir la Segunda Guerra apenas una docena de países contaban con gobiernos elegidos mientras que a finales de la década pasada la mitad de la población mundial vivía en países con gobiernos surgidos de la voluntad ciudadana- y la globalización económica -en los años cincuenta del siglo pasado el comercio global era menos de 20% del PBI mundial y el año pasado representó más de la mitad de la producción generada en el mundo- que permitió reducir la pobreza, aunque no la desigualdad, de la mitad a menos de 10% de la población global en las últimas cinco décadas.

Declarada la pandemia, todos los gobiernos reaccionaron prontamente ante la emergencia sanitaria, pero, en muchos casos, lo hicieron con severos costos en términos de calidad institucional y libertades individuales.

Además de su dimensión sanitaria -con más de 560 millones de casos verificados, un número superior a los 6 millones de fallecidos registrados y las incontables personas afectadas psicológicamente-, con el derrumbe de la actividad económica originada en la cuarentena – y su  repercusión negativa sobre el empleo, la pobreza extrema que el Banco Mundial estima se incrementa este año en 100 millones de personas y la desigualdad- se alimentaron los miedos individuales y las incertidumbres sociales.

Estos temores dieron impulso a una mayor insatisfacción social que la evidenciada por las secuelas de la crisis financiera del 2008 y, junto a una creciente desafección política, han minado la confianza ciudadana en las instituciones.

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Abandonar la “necrofilia ideológica”

La autorización legislativa para el endeudamiento con el FMI -resultado del Acuerdo de Facilidades Extendidas por un monto equivalente a la deuda con el organismo, más el adicional de 4000 millones de dólares para “financiar el déficit fiscal primario”- permitió eludir, al menos en el muy corto plazo, las dramáticas consecuencias de incurrir en atrasos con la institución multilateral.

Con la sanción del Congreso termina una etapa, que se extendió por más de dos años, signada por la “cronoterapia”: la ilusoria espera que el mero paso del tiempo resolviera las insalvables contradicciones internas del consorcio oficialista.

Hasta el tratamiento de esta ley en el Congreso, el extravagante dispositivo de poder del oficialismo impidió, por ejemplo, la consideración por parte del Senado de las nominaciones presidenciales para sus cargos del Procurador General, del Presidente del Banco Central y de la Directora de la Agencia Federal de Inteligencia.