El miércoles pasado estuve hablando sobre los desafíos de la buena gobernanza frente al COVID-19 en el ciclo de webinarios que lleva a cabo la Organización Latinoamericana y del Caribe de Entidades Fiscalizadoras Superiores (OLACEFS).
Estamos frente a una emergencia sanitaria que ha derivado en una crisis humanitaria de escala global. Hasta ayer se podían computar más de 600 mil fallecidos y más de 15 millones de casos en todo el mundo.
Nuestra región de América Latina es hoy el epicentro de esta pandemia. Sólo Brasil computa más de 2 millones de afectados, el doble de la India.
La pandemia alcanza a todos los países, no discrimina por régimen político, ni por el nivel de desarrollo que ese país tiene, ni tampoco por el grado de su integración al mundo. Al mismo tiempo, afecta a todas las personas sin importar la ubicación en la escala social, la etnia, si practica alguna religión, ni cuál es la ideología que posee.
No sabemos cuándo concluirá la pandemia ni cuántas víctimas se cobrará. Tampoco sabemos cómo quedará el tablero geopolítico global. Entre tanta incertidumbre hay una certeza: ya, hoy, estamos frente a la crisis económica y social mas intensa desde 1930.
En este contexto podemos debatir muchas cosas. Podemos debatir cómo quedarán la estructura y la distribución del poder mundial; si se intensificará o no la “des occidentilización” de la globalización que ya está en marcha. Podemos discutir -hay opiniones encontradas- sobre cómo quedaran paradas las instituciones multilaterales. También hay puntos de vista divergentes sobre la rivalidad geopolítica entre las superpotencias: ¿cómo emergerán China y Estados Unidos tras la pandemia? ¿afianzará alguno de esos países el predominio tecnológico?
Entre toda esta incertidumbre, hay algo que está fuera de discusión. Aún sin saber cuándo concluirá la pandemia y cuántas víctimas nos dejará, hoy ya estamos en condiciones de afirmar que estamos frente a la crisis económica y social más profunda e intensa desde 1930 a la fecha.